Quiero
en este texto reflexionar sobre el afecto de la vergüenza en tanto afecto que
se manifiesta en conexión con el estallido de la guerra en Ucrania, de meses
atrás. A su vez, quiero relacionar este trabajo con la política del
psicoanálisis, porque el eco de dicho suceso fue contemporáneo y está basado en
mi intercambio con los colegas con los que estuve trabajando en el cartel del
laboratorio internacional de política del psicoanálisis: Cora Aguerre, David
Bernard, Philipp Madet y Vera Pollo. Para mí, hablar
de la política del psicoanálisis resulta inseparable de la pregunta por su
ética, cuestión íntima y que no debe ser equiparada con la moral; a pesar de su
carácter, la ética nunca es un asunto individual. El horizonte de la pregunta
ética es siempre el del acto.
La
guerra afecta a todos de una manera íntima y todos quedan marcados por ella,
aunque sea indirectamente a través de la historia de sus ancestros. Esto es sin
importar de dónde uno venga o dónde viva, porque las guerras se repiten en
todas partes. Pero por la intimidad mencionada – y esto intento desarrollar en
este trabajo– es más fácil para mi compartir mis pensamientos gracias a una
distancia geográfica y cultural.
Por
supuesto, el problema de la relación entre la guerra y la vergüenza es muy
amplio. En este trabajo organicé mi enfoque y abordaje del tema en torno a
cierto eje. Tomo como punto de referencia el texto escrito por Freud seis meses
después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, titulado “Consideraciones
contemporáneas sobre guerra y muerte”. Su primer párrafo describe el tipo de
estado emocional que nos afectó al comienzo en Polonia: falta de claridad,
falta de esperanza, confusión, incapacidad para evaluar el significado de los
eventos en un mundo carente de saber.
No
hay guerra en territorio polaco, lo que nos hace sentir relativamente a salvo,
y ciertamente nos considerarnos afortunados cuando comparamos nuestro destino
con el de Ucrania. Ante la presencia de la guerra, la posibilidad misma de
pensar, es decir, de tener tiempo para reflexionar, parece un privilegio. A
medida que pasa el tiempo seguimos simplemente viviendo nuestra vida, nos
dedicamos a otras cosas y nos olvidamos, al menos parcialmente, de esta
desgracia. Ahora bien, no solo es la distancia espacial, geográfica y
lingüística del contexto la que me permite esta reflexión, sino también la
distancia temporal. Frente a algo tan real como el presente del estallido de la
guerra y la crisis de los refugiados, ante a una situación que exige en primer
lugar acción, sentí cierta resistencia –¿o me dio vergüenza?–
precipitarme con alguna reflexión crítica y ciertamente no consideré que
articularla fuera apropiado o útil. Que uno está en contra de la guerra es una
banal evidencia, como lo es el hecho de que en determinada circunstancia– y
sólo desde la posición de ser sujeto– se puede reconocer la necesidad del
combate. Sin embargo, como no soy ni política ni periodista, en este artículo
no me preocupo por la reflexión que implicaría una evaluación de los acontecimientos
o de las acciones políticas. Este texto es un intento de dar cuenta de los
inicios mismos del estallido de la guerra en nuestro país vecino, en la medida
en que este tiempo pueda enseñarnos algo sobre el sujeto desde el punto de
vista del psicoanálisis.
Comencé
diciendo que pensar parece cierto lujo y que es un privilegio tener tiempo para
reflexionar y no verse obligado a luchar por la supervivencia. Pero ¿qué es
pensar? En los momentos en que el miedo sobre el posible giro de los
acontecimientos estaba en su apogeo, incluso las peores visiones de repente
parecían aceptables. No es fácil transmitir cómo un evento, amenazantemente
cercano y aún a una distancia segura, expuso la urgencia del pensamiento, la
desnudez de su aspecto imaginario y su extraña insuficiencia. Me refiero a lo
que llamo “visiones” o imágenes en la febril anticipación del futuro. Las
diversas imágenes –huir del país, construir búnkeres, tener que usar armas,
dispararle a otro ser humano– que la gente empezó a evocar y que normalmente
eran imágenes abstractas de las que se hablaba en ese sentido con alguna
resonancia infantil, cambiaron su estado acercándose a lo real. Desde la
infancia todos conocemos este aspecto del habla, su rostro imaginativo y
seductor y la dosis de deleite que nos proporciona a través de las imágenes que
las palabras ponen en movimiento. Bueno, incluso ese deleite, frente a lo real
desconocido de la guerra, de alguna manera se había vuelto más humilde.
El
texto de Freud al que hice referencia comienza con el siguiente párrafo:
“Envueltos en el torbellino de este tiempo de guerra, condenados a una
información unilateral, sin la suficiente distancia respecto de las grandes
transformaciones que ya se han consumado o empiezan a consumarse y sin
vislumbrar el futuro que va plasmándose, caemos en desorientaciones sobre el
significado de las impresiones que nos asedian y sobre el valor de los juicios
que formamos.” (1915, 277)
Freud
da cuenta de la confusión y desorientación, escribiendo en Austria seis meses
después del estallido de la guerra. No escribe sobre la vergüenza, sino sobre
la falta de claridad en el valor de los juicios que formamos.
Aquí
quería compartir algunas ideas sobre la vergüenza, su aspecto imaginario en
relación con la opinión y el juicio propio. Por supuesto que uno puede sentirse
un poco avergonzado cuando la propia opinión resulta ser incorrecta. Uno puede
sentirse avergonzado cuando lo sorprenden entregando el narcisismo de las
palabras vacías a la facilidad o despreocupación de las opiniones que formula.
Opiniones que cuestan muy poco y no tienen mucho sentido pronunciadas desde la
posición de alguien ajeno a la realidad en cuestión, alguien que no está
directamente afectado por ella. Uno puede avergonzarse, como decimos en polaco,
“por alguien”, en nombre de alguien que no tiene vergüenza[2].
Como ciudadanos podemos avergonzarnos de los políticos que supuestamente nos
representan, y como personas podemos avergonzarnos de otros –conocidos cercanos
o lejanos– que hacen declaraciones descaradas, estúpidas o irreflexivas. (He
observado pronunciamientos y reacciones precipitadas de personas que viven
fuera de Polonia, más al oeste de Ucrania, afirmando, por ejemplo, que no hay
motivo para volver a Polonia. Ante la guerra, los pensamientos de emigración y
de quedarse en el país adquieren un carácter completamente nuevo y se someten a
una reevaluación subjetiva. No olvidemos lo que tardó Freud en dejar su amada
Austria antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Extraigo una simple
lección de precaución de esta experiencia, no suponer que uno puede saber
demasiado por adelantado sobre la realidad de otro).
En
una época donde la llamada democratización del acceso al saber se convierte en
realidad en un flujo constante de información, todos sucumben a la presión de
esta ilusión de que pueden ser expertos en cada tema urgente. Y esta dimensión
banalmente narcisista se aplica tanto a la vergüenza ante la ya mencionada
indiferencia de las opiniones pronunciadas, como a cierta vergüenza cuando se
sorprende con la propia ingenuidad – ¿cómo es que no había previsto que esta
guerra estallaría?–. Noto que en discusiones recientes
sobre la política del psicoanálisis dentro de nuestra comunidad a menudo nos
hemos referido a la posición cautelosa de Lacan, en el sentido de que rara vez
comentaba directamente los acontecimientos políticos contemporáneos. Quizás
sería más exacto decir que rara vez expresó sus opiniones e intentó leer estos
eventos como uno lee el síntoma[3].
Así
la vergüenza parece ser bastante versátil y su aspecto social es muy claro.
Frente a la guerra se impone otra formulación: uno puede avergonzarse de tener
vergüenza y de llamar la atención, en lugar de simplemente callarse y/o hacer
algo.
En
efecto, es en relación con la acción, con un hacer o con un acto, que el afecto
de la vergüenza puede transformarse y renombrarse para convertirse en la
llamada virtud del pudor. Citando a Lacan habló del pudor (pudeur) como virtud, lo que
implica siempre algún tipo de actividad (aunque en su variante más modesta esta
actividad se limite a una actitud). En francés, hay dos palabras diferentes:
vergüenza (honte)
y pudor (pudeur)[4]. Propongo que coloquemos la
vergüenza del lado del ser y el pudor del lado de la acción. La guerra plantea
preguntas sobre nuestro ser y sobre la acción de una manera bastante radical y
las mismas preguntas están presentes, de una manera radical en la experiencia
del psicoanálisis. Diría que hay momentos en que a la luz de la guerra toda
actividad humana –sacada del margen de la pura destrucción– parece marcada
tanto por la modestia como por la necesidad.
Vuelvo
al pensamiento de Freud en el texto mencionado. Freud no se hace ilusiones en
lo que respecta a que las guerras son una parte inevitable de la civilización.
No obstante, examina la forma en que causan sufrimiento al tiempo que enfatiza
que escribe sobre el sufrimiento de aquellos que no están luchando en el
frente. Y opta por analizar dos factores que contribuyen a esta miseria. Uno es
el desengaño, el derrumbe de una ilusión provocada por la guerra, y el otro es
la forma en que las guerras exponen nuestra actitud ante la muerte, que suele
permanecer oculta, por no decir reprimida.
En
primer lugar, ¿cuál es la ilusión en cuestión? Freud escribe que uno no tiene
que ser un hombre sentimental o ingenuo, que uno puede saber que el sufrimiento
es parte de la vida y que las guerras han sucedido desde siempre. Sin embargo,
junto a esta creencia está la esperanza de que hemos alcanzado cierto nivel de
desarrollo “...esperábamos que las grandes naciones de raza blanca dominaran el
mundo (por supuesto, Freud puede escribir de esta manera sobre la raza en 1915
creyendo él mismo en la civilización europea) sobre los que había recaído el
liderazgo de la especie humana y que se sabía que tenían intereses mundiales en
su preocupación, para lograr descubrir otra forma de dirimir malentendidos y
conflictos de interés” (1915, 278 y ss.). Se describe un sentido implícito de
comunidad entre algunos países, aquellos que compartían cierto nivel de
condiciones de vida y profesaban el valor de la vida humana individual. Nuestro
tiempo es diferente al de Freud y hay mucho que decir sobre la continua
expansión del capitalismo global, aunque no me detendré en eso. Como señaló el
propio Freud hace más de un siglo, esta comunidad cultural y económica bastante
real entre países civilizados se ha convertido en un factor de nuestra forma de
vida. Ha influido en la forma en que vivimos, en la que trabajamos, e incluso
en nuestros placeres, los placeres que obtenemos de los viajes, de la cultura,
del arte. Esta comunidad está de alguna manera asumida en nuestros estilos de
vida, en nuestro tiempo, incluso más que en el tiempo de Freud. El colapso de
la ilusión provocada por la guerra se debe a la fragilidad de esta comunidad.
Freud
fue un buen escritor y debo decir que me sorprendió algo que resuena de manera
bastante literal en el texto. Me refiero al pasaje en el que describe la
variedad y riqueza de las hermosas vistas que nos ofrece el pasear libremente:
mares de azul y gris, picos montañosos nevados, la magia de los bosques del
norte y el esplendor de la vegetación del sur, la grandeza de los lugares
históricos, el silencio de la naturaleza virgen, pero también los placeres de
la cultura, el pasear por galerías de museos, etc. Nuestra suposición de
existencia de cierta libertad y comunidad cultural da forma a las ideas sobre
las posibles experiencias que nos esperan y, para decirlo con valentía, da
forma a lo que podemos soñar. Freud logra captar esto. Así podemos entender que
un hecho real como la guerra puede sacudir nuestra imaginación. Viola lo que
podemos esperar por tipo o estilo de vida, así como las aspiraciones que son
posibles y apropiadas en un momento dado. No olvidemos que sin esta dimensión
–y aquí estoy haciendo un paralelismo deliberado entre la imaginación y el
registro imaginario–, es decir, sin imaginación, no sólo es imposible soñar,
sino que también es imposible tener una idea o una representación del futuro.
A
veces, haciéndo eco de lo real de la guerra, surgen
estados en el sujeto que se conocen como ataques de pánico. Desde un punto de
vista clínico, estos siempre implican la incapacidad total del sujeto para
imaginar un “después”, son la forma máxima de ansiedad e incapacitan la
posibilidad de solicitar algo más allá del presente desnudo, donde el futuro y
margen de libertad posible son inaccesibles. Por la misma lógica un ataque de
pánico puede tomar la forma de una creencia arraigada con certeza en síntomas
del cuerpo de que uno está a punto de morir. Por decirlo de otro modo, a punto
de perder para siempre su futuro. Entonces las personas que no son combatientes
y no son víctimas directas de la violencia también pueden verse afectadas por
la guerra de manera íntima. Porque lo que es posible, lo que conviene y lo que
se puede esperar, ya no es seguro. Y lo que es posible implica tanto las
aspiraciones como los placeres del sujeto: elegí específicamente un pasaje en
el que Freud describe los paisajes como promesas de placer que, al menos
hipotéticamente, están disponibles en circunstancias ordinarias. Al afectar los
placeres imaginados, la guerra afecta nuestro goce.
Lo
que encontré como valioso en la experiencia del estallido de la guerra en
nuestro país vecino es la forma en que se expuso desde entonces un tiempo común
de ignorancia, un tiempo precario de suspensión y de incomprensión. Surgieron
varias verdades humanas por la reacción, y estas verdades y reacciones fueron
cambiando. Esta vez, la incomprensión inicial reflejó el mecanismo descrito por
Lacan en el relato de los tres prisioneros: es el hecho de observar las
reacciones y vacilaciones de los demás lo que hace que el sujeto se dé cuenta
de que está buscando una respuesta y esto le permite contenerlo en un acto
conclusivo.
Al
margen del discurso político oficial, que siempre trata de hacer de la verdad
algo total, se pueden observar momentos de certeza individual, uno a uno, en
muy diferentes actos que antecedieron a cualquier decisión del gobierno de
arriba hacia abajo, y que, para decirlo sin rodeos y muy generalmente, intentó
afirmar la vida. Ya sea organizando varios tipos de ayuda directa, o colectas
de fondos a través de conciertos y fiestas, o simplemente disfrutando pasar
tiempo con sus seres queridos, cualquiera sea la forma, este período se
caracterizó por una claridad de modesta satisfacción que ni siquiera puede ser
nombrada.
El
estallido de la guerra fue ciertamente un estado de excepción, una emergencia
que sustituyó por completo el problema de la pandemia. Afectó nuestra forma de
percibir y experimentar los lazos sociales. Utilizo esta formulación sobre el
“estado de excepción” de manera bastante amplia, aunque no sin razón fue el
filósofo Giorgio Agamben quien la introdujo para señalar que en nuestros
tiempos las medidas extraordinarias impuestas por el Estado se habían
convertido en un medio repetitivo de justificación de la imposición de la ley
sin ley. En efecto, el estado de emergencia se ha convertido en un estado
permanente imperceptible, y en una nueva forma de ejercer el poder. Es solo
aparentemente excepcional y el problema, según Agamben, es la instalación
oculta de la anarquía. No obstante, mi pregunta alineada a esta crítica se
refiere a los lazos que formamos en estas condiciones: ¿son simplemente
solidaridades muy frágiles? Lejos del campo de batalla y lejos de la escena
política oficial, en el contexto de solidaridad sobre la que escribí, ¿es sólo
la fraternidad la que se basa en la segregación? Este es uno de los comentarios
más famosos de Lacan sobre la fraternidad: “Sólo conozco un origen de la
fraternidad [...], es la segregación". Y añade: “Incluso no hay
fraternidad que pueda concebirse si no es por estar separados juntos, separados
del resto, no tiene el menor fundamento científico” (Lacan, 1969-1970, 121).
Bajo
condiciones de guerra es obvio que nos unimos contra el enemigo. Por supuesto,
dicha segregación también entra en juego en los actos de ayuda. Este problema
surgió con bastante rapidez debido al prejuicio del estado polaco de ofrecer
asistencia a los refugiados no blancos que llegaban de Ucrania sin la
ciudadanía ucraniana, sin mencionar la vergonzosa crisis previa en la frontera
con Bielorrusia.
Sin
embargo, con respecto a la ayuda y la solidaridad del comienzo de la guerra de
Ucrania, hubo actos que fueron singulares y mucho más silenciosos en su
certeza, y por ello recordé el texto temprano de Lacan, “La agresividad en el
psicoanálisis” (1949). Escrito en 1948, este texto evoca una fraternidad muy
diferente y discreta. ¿Qué significa eso? Ciertamente no es la fraternidad que
se muestra o que se manifiesta con slogans
y que se puede proclamar abiertamente. En este texto Lacan utiliza el término
para describir el vínculo entre el psicoanalista y el analizante. Es un vínculo
que no se basa en la empatía, sino que encuentra su expresión en el acto. Esta
fraternidad discreta exige, en efecto, cierto desapasionamiento[5], que no es ni una emoción
imaginaria de frialdad ni ciertamente la de una cruda crueldad. Es lo que evoca
el acto. Y, por supuesto, este horizonte del acto en psicoanálisis es el del
síntoma, y tiene como referencia aquello en lo que todos somos iguales –como
hermanos o hermanas– y que todos aborrecemos como seres parlantes. Es decir, lo
real.
En
polaco, la discreción generalmente tiene la connotación de silenciar algo y,
por lo tanto, indica tacto y ocultación. En francés e inglés esto es distinto
ya que revelan otra riqueza de la palabra. No sé cómo es en castellano, pero
trato de aprovechar los descubrimientos que surgen de este movimiento constante
entre idiomas[6]. En francés, pero
especialmente en inglés, la discreción, además del tacto o la modestia de
medios, describe el derecho exclusivo de libertad para decidir cómo actuar en
una situación dada. Y el latín discretio significa
separación. Así, la discrecionalidad indica el carácter separativo del acto.
Es
posible que se haya oído hablar de la solidaridad mostrada por los polacos en
respuesta a la ola de refugiados. Me gustaría enfatizar una vez más que no me
refiero a la política general de nuestro país hacia los refugiados, que en
ocasiones fue vergonzosa e inmensamente enredada. Me refiero a las acciones de
las personas que precedieron a cualquier solución y respuesta política. Una de
las cosas que más me llamó la atención durante ese período inicial de crisis
fue la instrucción que circulaba por Internet para aquellos que querían ofrecer
ayuda, y en la que el consejo era precisamente el de un desapasionamiento y la
discreción. El consejo era no asumir que podíamos o debíamos identificarnos con
el otro, sino abrazar la otredad y el carácter inimaginable y, por lo tanto,
real de lo que constituye su experiencia. Pero también asumir activamente la
necesidad de anticiparse a la urgencia de la demanda, ofreciendo lo más básico
para que quienes ya están tan reducidos a la dimensión de la necesidad no
carguen con el peso adicional de tener que pedir, por ejemplo, comida.
Vuelvo
al texto de Freud. Otro factor de vergüenza activado durante la guerra es el
protagonismo de la infantilización a la que todos estamos sujetos como
ciudadanos del Estado, obedientes a sus leyes. Sin embargo, durante la guerra,
como escribe Freud, el ciudadano adquiere repentinamente claridad sobre algo
que solo a veces sospechaba: el estado prohíbe a los individuos cometer el mal,
no para erradicarlo, sino para tener el monopolio sobre él (1915, 281). Un
estado en guerra impone la máxima obediencia a sus ciudadanos, mientras los
infantiliza a través del excesivo ocultamiento y censura de noticias y
opiniones. Esta forma de obediencia se aplica a los ciudadanos más allá de las
líneas del frente que, combinada con el ocultamiento infantil de la
información, puede compensar la frustración o la vergüenza que uno siente “por”
su país.
De
manera más cruel esta exigencia de obediencia se aplica, por supuesto, a
aquellos que son combatientes. David Bernard, en una ponencia sobre Deseos y resistencias[7] abordó el tema de la
obediencia radical, cuando el sujeto es enajenado y reducido a lo que el Otro
le exige[8]. Recordó que los soldados
nazis, por ejemplo, fueron obligados a cometer algún acto íntimo y horrible al
comienzo de su servicio. (Yo misma he oído que los obligaron, por ejemplo, a
matar a su propio perro, que es probablemente uno de los ejemplos más leves).
Esto se hizo para que ya no pudieran reconocerse en este acto. Y la violencia
de la “vergüenza infligida”, hasta la obscenidad, consiste en desgarrar la
imagen del sujeto, el que, perdiendo el sentido de su identidad íntima, sería
así capaz de la máxima obediencia.
La
escritora bielorrusa Svetlana Alexievich abordó en su
libro War's Unwomanly Face el silencio de
las mujeres y su peculiar falta de discurso sobre la guerra, especialmente en
la Segunda Guerra Mundial. Un silencio que persistió junto a la repetición habitual
(también por parte de estas mujeres) de las narrativas masculinas, es decir,
según esta autora, de historias de muerte y combate universales e idealizadas.
Y esto fue a pesar de que las mujeres habían participado durante mucho tiempo
en las guerras y no solo como enfermeras, sino también peleando y matando. Alexievich pasó siete años recopilando historias de mujeres
en la antigua URSS. Una de sus observaciones se refiere a algo obvio, lo que no
quiere decir irrelevante, a saber, la incompatibilidad de los roles
desempeñados “allí”, en la guerra del tiempo y “aquí”, es decir, en la vida
normal. Esta incompatibilidad es, según ella, uno de los factores que
contribuye al silencio. Durante la guerra, la conciencia, que según Freud es
“angustia social”, sufre una transformación: se conmueven lo permitido, lo
requerido y lo posible. Pero no se trata solo del colapso de lo posible: esto
afecta a su vez a las imágenes y los futuros imaginados mencionados
anteriormente, que también son componentes del placer proyectado y que crean la
realidad psíquica. Es el resquebrajamiento de la conciencia debido a lo que se
vuelve posible o incluso necesario: actos violentos y obscenidades horribles,
generalmente prohibidas, en las que las personas participan de repente, colectivamente
y durante un largo período de tiempo. Así, como escribe Alexievich,
“la guerra es una experiencia demasiado íntima” (1988).
Mientras
trabaja en “Escritos sobre la guerra y la muerte”, Freud aún mantiene cierta
distancia y humor que le permite formular un consuelo irónico. Nuestros
vecinos, si bien cometieron actos monstruosos durante la guerra, no cayeron tan
bajo como pensamos, y esto es porque nunca estuvieron tan alto como soñamos. En
este consuelo está incluido el descubrimiento de la existencia de los impulsos
que operan fuera de las categorías morales del bien y el mal y la ambivalencia
fundamental del sentimiento oculto en todo ser humano. Esta es quizás una forma
sencilla de entender por qué Lacan afirma que el revestimiento del psicoanálisis
es la vergüenza (1969-1970, 195 y ss.). Revestimiento sí, pero añadiría que la
vergüenza no es su última palabra. Y también vale la pena señalar, o al menos
eso leí en Freud, que si las pulsiones están fuera de la moral están tanto
fuera de la categoría del bien como de la del mal.
El
segundo factor de sufrimiento causado por la guerra Freud lo convierte en algo
positivo. La guerra nos obliga a dejar de negar nuestra mortalidad y a dejar de
ver la muerte como un hecho accidental. Es difícil decir que la mortalidad está
cubierta por la negación en la psique humana. No podemos concebir nuestra
propia inexistencia; no tenemos representación de ella. En el inconsciente,
donde todo puede coexistir sin contradicción, tampoco hay negación. (Señalo al
pasar que este es uno de los supuestos para rastrear el inconsciente real ya en
la doctrina freudiana.) Y por lo tanto no hay representación de la muerte como
tal, aunque soñemos con la muerte o muriendo. Pero aquí está el problema:
inconscientemente asumimos que somos inmortales. Exponer la finitud de la vida
humana es, según Freud, lo que hace que la vida vuelva a ser interesante. Y más
aún: se vuelve más tolerable por ello. Y tolerar la vida, Freud lo considera un
deber de los seres vivos. Al dicho “si quieres conservar la paz, ármate para la
guerra” añade “si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte” (1915,
301).
El
seminario El reverso del psicoanálisis
termina con una lección en la que Lacan habla mucho de la vergüenza. Introduce
la noción de “morir de vergüenza” y complejiza la relación entre vergüenza,
vida y muerte. En la frase “morimos porque no morimos de vergüenza”, describe
lo que en realidad es la experiencia más común. Agrega que fácilmente olvidamos
que la muerte es algo que puede o no ser merecido, como si hay cosas por las
que vale o no la pena morir. La vergüenza está relacionada con la necesidad de
vivir y rara vez nos lleva a la muerte. Así, uno de los deberes del
psicoanálisis podría ser no negar, sino reconocer, y a través de ese reconocimiento
ir más allá del afecto de vergüenza. Para finalizar, compartiré un extracto de
una entrevista con la autora que ya he citado, Alexievich[9].
Lo más difícil para ellas [las
mujeres] no era hablar de la muerte, sino de la vida en la guerra. Sobre cómo
caminaban en el calor, durante la menstruación: tropas femeninas al frente,
hombres detrás. Tuvieron la suficiente decencia para no darse cuenta de las
piernas ensangrentadas y las marcas en la arena. Pero las mujeres estaban
abrumadas por una terrible vergüenza. Comenzó el bombardeo, los hombres se
refugiaron en el bosque, mientras corrían hacia el río para lavarse. Muchos de
ellos murieron en esa agua. Cuando se publicó mi libro en Rusia, inicialmente
en fragmentos, todo el mundo estaba en contra. Las historias de las mujeres
rompieron dos cánones de percepción de la guerra: el soviético y el masculino.
Los censuradores preguntaron: “¿Por qué escribes sobre la menstruación? ¿O
sobre mujeres que andan en pantalones? ¿Por qué no escribes sobre combate y heroísmo?”.
Y a mí, una señora, cuando le preguntaron qué fue lo más horrible que pasó
durante la guerra, respondió: "¿Crees que fue morir? No, caminar durante
cuatro años con pantalones de hombre”.
Traducción del inglés: Rodrigo V. Abínzano
Bibliografía
--Alexievich, S. (1988). War’s Unwomanly Face. Progress Publishers.
-Freud,
S. (1915). De guerra y muerte. Temas de actualidad. Obras Completas, vol. XIV. Buenos Aires: Amorrortu, 2007, pp.
275-301.
-Lacan,
J. (1949). La agresividad en psicoanálisis. Escritos
1. Buenos Aires: Siglo XXI, 2008.
-Lacan,
J. (1969-1970). El Seminario. Libro XVII:
El reverso del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós, 2012.
[1] El texto se basa en la conferencia presentada
el 23 de septiembre de 2022 por invitación de Clara Cecilia Mesa como parte del
ciclo "El psicoanálisis frente a la guerra" de la Asociación del Foro
del Campo Lacaniano en Medellín.
[2] Homólogo funcional a la expresión castellana
“vergüenza ajena”. (NdT).
[3] Así lo evocó David Bernard en una presentación
del cartel ILPP titulada “La Dominación del Saber”, durante el Encuentro
Internacional de la IF-SPFLF en Buenos Aires el 14 de julio de 2022
[4] También
puede traducirse por “modestia”. Preferimos “pudor” en este caso por la
proximidad con la vergüenza. (NdT.)
[5] Esta observación se la debo a mi colega Rosie
Guitart-Pont en el artículo: www.tupeuxsavoir.fr
[6] En castellano “discreción” responde según la
RAE a distintas definiciones: sensatez para formar juicio y tacto para hablar u
obrar; don de expresarse con agudeza, ingenio y oportunidad; reserva, prudencia
y circunspección. (NdT.)
[7] Presentado como parte del ciclo "El
Psicoanálisis Frente a la Guerra" de la Asociación del Foro del Campo
Lacaniano en Medellín el 23 de julio de 2022.
[8] En este contexto, la resistencia como rechazo
sería inherente al factor separativo del deseo, que nunca puede reducirse a una
demanda y a través de la cual el sujeto se separa del Otro.
[9] Wstyd
gorszy niż śmierć (La vergüenza es peor que la muerte),
entrevista con Svetlana Aleksievich para la revista "Rzeczpospolita",
publicada el 2 de diciembre de 2010 www.archiwum.rp.pl