El análisis en los tiempos de Netflix
Introducción
Celebramos
las propuestas como la convocatoria de esta publicación que nos invitan a
pensar la vigencia de aquellas frases que repetimos hasta desvalorizarlas. Utilizamos
el término “desvalorización” desde una perspectiva saussureana.
El
lingüista denomina valor a la característica del signo que permite distinguir
uno de otro, diferenciarlos, oponerlos y organizarlos en la red de lo simbólico
(Saussure, 1916). Sin el valor estaríamos nuevamente sumergidos en la masa
amorfa imaginable para un estado previo a las palabras y al pensamiento. En
ocasiones, la repetición de una cita de autoridad en el seno de la parroquia de
colegas le imprime a un enunciado un carácter de estribillo que lejos de
despabilarnos bien podría, al modo de una canción de cuna, adormecernos.[1]
Repetir
la cita, en este caso el enunciado de Lacan, apoyándonos tal como indicara él
en el prestigio de su autor, no aclara demasiado acerca de la posición del
analista frente a su época (Lacan, 1970). Lejos de garantizarnos alguna
orientación, la expresión se desdibuja hasta no decir nada.
Tal
vez el primer inconveniente de la afirmación sea creer que partimos de un
cierto consenso al hablar de época; que más allá de la diseminación y el
malentendido vehiculizado por el lenguaje, nos estaríamos refiriendo todos a un
determinado período de tiempo en la historia de una sociedad. Sin embargo, esto
no es más que un supuesto innecesario, una asunción forzada e incomunicable,
salvo que nos tomemos el trabajo de desplegar sus implicaciones para exponerlas.
Este es el propósito de este escrito breve: caracterizar algunos signos de
nuestros tiempos.
¿Qué significa “época”?
La
experiencia de vivir en sociedad nos atraviesa y pensarla no resulta fácil
porque estamos inmersos en ella, a los saltos, sobre un caballo brioso como una
de las metáforas que escoge Freud en “El yo y el ello” (1923) para referirse a
los vasallajes yoicos y a su escaso dominio. La vida nos sacude y, salvo para
unos pocos, siempre vamos por detrás, un poco obsoletos para nuestro tiempo,
sin poder extraer consecuencias en forma anticipada, más bien pecando de nostálgicos
o desorientados.
Familiarizados con los textos de Freud, solemos olvidar la
función revolucionaria de su teoría: destituyente de los saberes
imperantes, de los métodos conocidos y de las verdades de su tiempo. Él sabe
ver más allá de sus coetáneos y abre nuevos horizontes. Sabe recoger
un corpus de formaciones del inconsciente que hasta el momento habían
sido despreciadas por el discurso científico: sueños, chistes, equívocos,
olvidos son utilizados como la punta de lanza para demostrar que las leyes
del inconsciente gobiernan a la totalidad de los hablantes y los caprichosos
accidentes yoicos del decir no se circunscriben a la vida de los enfermos.
De esa manera, democratiza el inconsciente: es para todas/os y nadie queda por
fuera de esas leyes que nos modulan y determinan más allá de nuestra
voluntad consciente. En la cúspide de ese movimiento -con un
espíritu similar al nietszcheano, que no duda en filosofar
acerca de su propio cuerpo- Freud se toma como objeto de estudio
y funda el psicoanálisis analizando el sueño que le dedica a la
inabordable Irma.
Por
otra parte, aunque resulte obvio decirlo, solemos olvidar que eso que se suele
denominar “época” se articula a una sociedad determinada, a un continente, un
país y hasta a una clase. Tomando un ejemplo de la actualidad, no es lo mismo
la “época del COVID-19” entre países donde circula la vacuna que en aquellos en
los que la mayor parte de la población no tiene ni siquiera una dosis de la
misma; tampoco es igual la cuarentena y la consiguiente limitación del
ejercicio del derecho al trabajo con la garantía del auxilio económico del Estado
que sin éste. Pero ¿qué podríamos decir los analistas de fenómenos tan
complejos, de números, estadísticas y datos variados sobre los que podrían
reflexionar mejor otros estudiosos especializados en este tipo de lecturas que
exigen una mirada que integre variables económicas, sociológicas y de la
macropolítica?
Además,
no olvidemos que “la época”, las etapas, las eras, las edades: antigua, media,
moderna y contemporánea; posmoderna; victoriana; isabelina; los ’60; los ’70;
etc., son construcciones lógicamente consolidades a posteriori. Esta reflexión
nos permite pensar que si existiera algo así como “la década del ‘70” ya sea en
términos políticos, estéticos, o cual fuere el eje de análisis que nos interese
recortar, en tal caso se trataría de una construcción simbólica elaborada
ulteriormente. ¿En los ’80? Tal vez. Supongamos que así fuera. En ese caso,
podríamos decir que el conjunto de fenómenos políticos, estéticos y culturales
que se engloban bajo el rótulo “década del ‘70” es una producción de los años
’80. Y así podríamos seguir con todas las “épocas”, si acaso acordamos en que
estos recortes arbitrarios que obedecen a algunos hitos que funcionan como
señales fuertes podrían ser llamados “épocas”.
Hace
algunas décadas Francis Fukuyama (1992) proclamó “el fin de la historia”,
aseveración polémica con resonancias hegelianas que podríamos leer hoy simplemente
como una crónica del reacomodamiento estructural y el correlativo desconcierto
internacional en los ejes político y económico de principios de los ’90, leído
con un sesgo político no disimulado por el autor. Sin embargo, por esos
tiempos, Alain Touraine (1994) recuperaba la idea de “aldea global” de Marshall
McLuhan (1962), y lejos de tranquilizarnos respecto del cese de las luchas de
poder para conseguir el reconocimiento del Otro -como pareciera querer
Fukuyama-, visionario, anunciaba que la globalización propiciaría el
recrudecimiento de las diferencias étnicas y religiosas, reconcentradas en
grupos que incluso minoritarios radicalizarían sus posiciones y comandarían las
narrativas y los semblantes de las guerras por venir.
A
propósito de McLuhan, nos interesa recuperar su historización de las sociedades
de tradición oral, comparadas con el surgimiento del alfabeto soportado primero
en la transmisión hablada y luego escrita. La diferencia tajante entre las
sociedades apoyadas en un alfabeto escrito a mano con aquellas posteriores a la
invención de Gutemberg marcan otro hito fundamental que nos interesa
particularmente aquí. El autor canadiense realiza este trayecto para llegar
hasta la “era eléctrica”, donde propondrá -a partir de su Galaxia Gutemberg-
que la comunicación de los seres humanos ha creado una membrana de palabras y
sonidos alrededor del planeta, haciendo su voz y sus mensajes omnipresentes a
través de los cinco continentes y por encima de todos los océanos (McLuhan 1962).
Afirmación que proponemos pensar en serie con El reverso
de psicoanálisis, titulada por su compilador “Los surcos de la aletósfera”
(Lacan 1970).
“El
medio es el masaje” dice McLuhan (1967), para equivocarlo con “el medio es la
era de las masas” (the mass-age), justamente un período de
tiempo, una época. Por último, el aforismo más conocido: “el medio es el
mensaje” o, para decirlo de otro modo, los sujetos que utilizamos los medios
somos antes “utilizados” por ellos, de modo tal que nos moldean según sus
características. En la civilización del espectáculo (Sartori 1997), cultura de
lo visual como la nuestra, si seguimos los desarrollos de McLuhan, hablamos
palabra escrita. Consideramos que esta es una enseñanza fundamental que, como
analistas, podemos extraer de los desarrollos del estudioso canadiense: los
analizantes hablan palabra escrita, los analistas escuchamos palabra escrita. O
dicho de otra manera, lo visual de la palabra, cuando no somos analfabetos, nos
remite a su forma escrita[2].
Y cuando esta es la situación, al hablar o al escuchar -es decir, al ser
masajeados por el lenguaje- la palabra dicha o escuchada remite a su forma
escrita, a diferencia de las sociedades de tradición oral y analfabetas, en las
que el hablante o el oyente no disponen de las escansiones aportadas por lo
visual de la grafía. Por consiguiente, en estos grupos la prestancia del
locutor y las resonancias sonoras evocan encantamientos mágicos y ensalmos
presentes de modo evidente en las sociedades analfabetas -aunque no
exclusivamente, por supuesto-, hecho constatado por Frazer, tal como lo ha recuperado
Freud en sus textos “sociológicos”, y reafirmado por la investigación de
McLuhan.
La a-palabra “gadgetizada”
Arribamos
hasta este punto para comentar lo siguiente: en nuestro tiempo, en una época
que no sabemos cuál es ni podemos saber cómo se llamará a partir de las décadas
siguientes, cuando se establezcan sus parámetros y características -cuando sea
leída-, podemos observar que ciertos rasgos del capitalismo intensivo y
tecnológico ha “gadgetizado” la palabra. Sí, la palabra, esa que según Jacques
Lacan es el único medio del que nos servimos en el análisis para aproximarnos a
la relación entre verdad y deseo (Lacan 1953). El aspecto visual de la palabra,
la imagen de ese elemento simbólico discreto, una palabra tal vez
“des-palabrada” o “a-palabrada” (Lacan 1972) y como tal convertida en cosa
-objetalizada, cosificada. Aunque no el sentido de Das Ding que podría
elevar al objeto a la dignidad de la cosa (Lacan 1959), sino más bien como una a-cosa
(Lacan 1970)[3].
La palabra ha sido ahora “gadgetizada” bajo al menos tres formas (y seguramente
muchas otras): el botón “comprar” de las Apps; el link activo (a
fin de cuentas, el “botón comprar” es un link activo vestido de botón); la
noción de “llamado a la acción” incluido en una historia, estado, posteo o al
final de un video de Instagram, Facebook o YouTube. Consideramos que estos tres
ejemplos muestran la “gadgetización” de la a-palabra, a-cosificada,
que en cualquiera de estos modos de presentación funciona como oferta de satisfacción
directa de la pulsión por vía de un circuito abreviado con un vínculo de acceso
disponible en la pantalla. O dicho de otra manera, esta a-palabra “gadgetizada”
por el capitalismo parasita el único medio que analizantes y analistas tenemos
para tender un puente hacia elaboraciones que eviten la satisfacción de
circuito corto, inmediata, proponiéndole a la pulsión otros destinos menos
sufrientes por medio de un rodeo que permita otras coreografías que enlacen a
otras/os y arranquen al sujeto de su autoerotismo consumista. Esto transforma al
lenguaje en un campo minado donde cada a-palabra puede ser un “llamado a
la acción” de vaya a saber qué cosa que arranque al analizante de la escena
simbólica y lo arroje fuera de la transferencia y de toda elaboración posible
con el esfuerzo equivalente a un “click”, cronolecto que arrastra hasta nuestro
contexto de pantallas táctiles la evocación del ruido de una tecla que, al ya
no ser necesaria, denota una acción silenciosa como la pulsión de muerte.
Estos
últimos ejemplos caracterizan una experiencia -evitamos decir “época” porque no
sabemos qué significa, mucho menos estar a su altura, y además sospechamos que
tal pretensión sería o bien impostura o bien no ser lo suficientemente
incautos- cuyo signo es el vértigo del “consumo ya” / “paso a la acción” / “compro”
desde cualquier pantalla y a cualquier hora, incluso mientras hablo con el
analista (ojalá no suceda mientras escuchamos a nuestros analizantes, nuevo
desiderátum de la abstinencia 2.0).
Como
decíamos anteriormente, no es nuestro terreno expedirnos sobre variables
sociológicas, económicas o macropolíticas. Sin embargo, los analistas podemos
aportar algún detalle que ilustre si no la época, postales inequívocas de
nuestro tiempo, de las prácticas actuales, de las tácticas de los sujetos para
lidiar con la realidad y las estrategias de supervivencia en los tiempos que
nos tocan vivir, indudablemente marcados por la pandemia.
Los
consultorios son espacios -o simplemente canales- por donde nos abren una
puerta a las historias más diversas. Si somos lo suficientemente curiosos
podemos escuchar algunas recurrencias, ¿insistencias de una época?, ¿detalles
que dan cuenta de las determinaciones que el Otro le imprime al sujeto? Nos
detendremos en dos de estos detalles sin pretender hacer de nuestra modesta
casuística más que una oportunidad de intercambios de un mosaico infinitamente
más amplio: la deslocalización y el consumo masivo de ficciones fílmicas.
La ilusión de ubicuidad como
facilitación del fading
En
nuestra ciudad, en nuestra aldea, los psicoanalistas supimos renunciar
velozmente al estándar de sillón y consultorio cuando llegó el aislamiento.
Convencidos de que más allá de cualquier codificación gubernamental, éramos sin
duda agentes de un servicio esencial, atendimos por WhatsApp, Skype, Zoom o teléfono
de línea a quienes así lo demandaran. Pusimos a prueba nuestras propias
creencias acerca del cuerpo a cuerpo y fuimos curiosos partenaires de
nuestros analizantes. Un año y medio más tarde y muchas llamadas interrumpidas
por hijos en edad escolar, mala conexión, Mercado Libre y gente que toca el
timbre para pedir algo, podemos decir que hemos identificado algunas
curiosidades.
El
aislamiento extremó algo que ya sospechábamos: se puede estar sin estar allí
donde reside el cuerpo, el sujeto de la época es un disociado. Está allí pero
también atento al programa automático de su lavarropas, al mail que anuncia su
ingreso a la casilla con una lucecita, al like ocasional y a su
animal doméstico que pasea por el teclado.
La
época empuja al multitasking y eso deslocaliza y nos entrega en
ocasiones una versión desvaída de quien está frente a nosotros, tironeado por
demandas, estar sin estar es una consecuencia de la época. La escena habitual
de parejas compartiendo una cena con sus celulares, tomados por esa
terminal de datos que los requiere tiranamente y los convoca es sólo una
muestra de esa práctica moderna. La pandemia ha expuesto hasta el límite de lo
ominoso que no existe ningún tipo de garantía de que haya encuentro, aun cuando
el otro pague con su cuerpo o con su avatar acudiendo obedientemente a la cita.
Seres
distraídos, dispersos, zombis ansiosos y apurados, tal es quizás la cara
preocupante de estas prácticas; seres de una inteligencia lateral pronunciada, curiosos,
eficientes y prácticos parecen ser algunas de sus ventajas.
Desde
el psicoanálisis siempre estuvimos advertidos de que el yo no era otra cosa que
un envoltorio, la cara visible que anuda defectuosamente otras instancias.
Freud define su método como un ardid para sorprenderlo (1893-1895); entonces, ¿podría
pensarse esta dispersión generalizada como un estado hipnótico que favorece que
algún retorno inconsciente se cuele abriéndose paso hacia la superficie? ¿O,
muy por el contrario, esa deslocalización es más bien resistencia, nueva
máscara que se imprime sobre las otras a las que ya estábamos habituados, nuevos
modos de incumplir el precepto de la abstinencia y de entregarse al circuito
corto que propone la compulsión a la repetición?
La explosión de las ficciones en
serie
Consumir
series es sin duda otro signo de nuestros tiempos, incrementado durante el ASPO
(Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio), especialmente ficciones cortas
en plataformas de video de menús que parecen inagotables y que están diseñados
para un espectador atiborrado de contenido, que si acaso olvidara producir el
llamado a la acción ofertado al final de cada episodio en la “red social”
Netflix (nos referimos al botón “próximo capítulo”), la aplicación se encarga
de accionarlo automáticamente. De modo tal que la pantalla como “medio
caliente” según la caracterización de McLuhan, que produce un espectador frío y
pasivo, bajo la modalidad Netflix se torna una pantalla hipercaliente con un
espectador que incluso podría yacer inerte en una cama y el contenido podría
continuar incesantemente hasta que algún evento externo desconectara el sistema.
Una vez más queda evidenciado que en nuestro recorte de “época” nos referimos
al universo de nuestros analizantes: personas más o menos cultas, que habitan
la mayoría en grandes urbes, de clase media más o menos cómoda, con sus
necesidades básicas garantizadas al punto de considerar que es pertinente
destinar parte de sus ingresos a la salud psíquica y, excluyentemente, con
conexión de wifi y banda ancha.
Las
series se estrenan y se consumen maratónicamente. Prueba de ello es el
comercial televisivo local en el que una animación de un ojo irritado de nombre
Miranda promociona un colirio mientras corre antes de que le “espoiléen” una
serie. Ver ficciones durante el encierro es una costumbre que nos sometió a
vivencias muy extrañas. Durante semanas fuimos íntimos de una joven huérfana
increíblemente talentosa para el ajedrez, ese universo que había sido tan afín
a los hombres. La abandonamos rápidamente para transitar las tribulaciones de
un joven judío y artista que parece oponerse a los designios de un padre
amoroso pero en ocasiones no muy dispuesto a tolerar las diferencias. La lucha
en Medio Oriente y su violencia inexpugnable que enfrenta a aquellos que ya no
tienen nada que perder y los reduce a cuerpos que soportan la tortura se abrió
paso algunas noches contaminando los sueños de muchas personas con explosiones
y gritos. Afortunadamente, los enredos glamorosos de una agencia de publicidad parisina,
sus luchas y sus triquiñuelas graciosas abrieron nuestro encierro a la ciudad
siempre bella. Así podríamos continuar y seguramente el lector contemporáneo de
este relato[4]
podría reconocer sin dificultad las ficciones a las que aludimos. Personajes
que llamamos por sus nombres y esperamos ansiosos la próxima cita forman parte
de nuestras conversaciones cotidianas hasta que, vertiginosamente, son
reemplazados por otros, por nuevos consumos.
El
empobrecimiento de la vida off line correlativo de las restricciones
impuestas por las medidas sanitarias para afrontar la pandemia ha producido que
el material textual y el universo de significaciones compartido masivamente ha
sido nutrido de modo principal por las ficciones en serie vehiculizadas por
aplicaciones, curiosamente denominadas “redes sociales”. Efectivamente, Netflix
es una red social, por eso mismo nos muestra lo que están viendo otros, las
tendencias, nos pide que califiquemos cada título, etc., de modo tal de sumar
nuestros likes a la masa a-crítica hecha de a-palabras
“gadgetizadas” que sirven para hacer “click” sobre links activos que
ofertan nuevos consumos, disfrazados de botones con distintos nombres:
“comprar”, “suscríbase”, “login”, “próximo capítulo”, etc. Darle “enter” a
estos “llamados a la acción” consolida el valor de verdad en nuestros tiempos
de redes cibernéticas, en una especie de “discurso” capitalista motorizado por
un sujeto consumidor sostenido por una masa a-crítica de likes,
producidos a través de a-palabras “gadgetizadas”, dispositivo de
inversión del producto: apenas puede disimularse que el producto consumido de
este pseudo-discurso es el propio sujeto, rehén de aplicaciones que paga no
sólo con dinero y tiempo, sino también con sus datos identitarios.
La
abstinencia 2.0 exige lidiar con las ofertas de goce inmediato vía circuito
corto -acting, pasaje al acto, adicciones, etc.- y produce el efecto de
que las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos constituyen nodos no de
significación, al estilo derridiano o deleuziano, sino de goce inmediato. Estos
“llamados a la acción” omnipresentes nos acechan, como decía Lacan de las
mercaderías en los escaparates. Aquellas nos gritaban “cómprame”. Para ello
había que entrar al local, hablar con vendedores, pagar con dinero, etc. En
este caso, los “llamados a la acción” también silentes, nos invocan desde las
pantallas de nuestros dispositivos mientras nos analizamos o mientras
escuchamos a nuestros analizantes.
“El
botón ‘próximo capítulo’ está entre él y yo”, decía una analizante,
refiriéndose a las intermitencias de los encuentros sexuales con su pareja. En
el contexto de atención remota, las parejas analíticas también sufren el embate
de sirenas que cantan con voces que pueden ser enloquecedoras. Ellas se hacen
oír desde el viento de la voz humana que emana a través de links siempre
activos, disfrazados de botones de cualquier tipo. Cuando el análisis opera,
para ambos términos de la pareja queda claro que no hay nada más importante que
lo que allí pasa.
Bibliografía
-Alomo, M. (2012). Construcción de la noción lacaniana de ‘letosa’
y su relevancia clínica. En Revista Universitaria de Psicoanálisis, Año
12, Vol. 12, Secretaría e Instituto de Investigaciones
de la Facultad de Psicología, UBA, Diciembre de 2007, pp. 191-204.
-Freud, S. (1893-1995).
“Sobre psicoterapia de la histeria”. En Estudios sobre la histeria. En
Obras Completas, Buenos Aires: Amorrortu, Vol. II, 1991.
-Freud, S. (1923). El yo y el ello. En OC,
op. cit., vol. XXIII.
-Fukuyama, F. (1992). El fin de la historia y
el último hombre. Buenos Aires: Editorial Planeta.
-Lacan, J. (1953). Función y campo de la
palabra y el lenguaje en psicoanálisis. En Escritos 1. Buenos Aires:
Siglo Veintiuno.
-Lacan, J. (1959). La ética. El seminario.
Libro 7. Buenos Aires: Paidós.
-Lacan, J. (1970). El reverso del
psicoanálisis. El seminario. Libro 17. Buenos Aires: Paidós.
-Lacan, J. (1972). “Del discurso
psicoanalítico”. (Conferencia en Milán. Inédita).
-McLuhan, M. (1962). La Galaxia Gutemberg.
Génesis del homo typographicus. España: Círculo de Lectores.
-McLuhan, M; Fiore, Q. (1967). El medio es
el masaje. España: Círculo de Lectores.
-Muraro, V. (2019). Interpretación y vanguardia.
Contribuciones del formalismo ruso a la clínica psicoanalítica. Buenos Aires:
LetraViva.
-Sartori, G. (1997). Homo videns. La
sociedad teledirigida. España: Editorial Taurus.
-Touraine, A. (1994). Crítica de la
modernidad. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
[1] En otro lugar, uno de
nosotras ha desarrollado los vínculos entre la automatización y el
adormecimiento. Ver Interpretación y vanguardia. (Muraro, 2019).
[2]
Hacemos salvedad en esta afirmación de los análisis de niños pequeños.
[3]
Uno de nosotros se ha ocupado extensamente de este tema en otro lugar. Cf.
Alomo, M. (2012). “Construcción de la noción lacaniana de ‘letosa’
y su relevancia clínica”. En Revista Universitaria de Psicoanálisis, Año
12, Vol. 12, Secretaría e Instituto de Investigaciones de la Facultad de
Psicología, UBA, Diciembre de 2007, pp. 191-204.
[4] Por lo
dicho, para cumplir tal condición no alcanza con cohabitar simultáneamente una
región, sino además participar de una comunidad cultural, de un universo
simbólico compartido, de cierta afinidad de clase por lo menos no tan
desafinada, etc. Dicho de otro modo, ser “contemporáneos de este relato” tal
como lo entendemos, es una categoría que depende antes de las variables recién
mencionadas que del calendario.