Por cierto, también el pasaje es una casa sin ventanas. Las ventanas que miran desde arriba son como palcos desde los que se puede mirar hacia dentro, pero desde los que no se puede mirar hacia fuera.


Walter Benjamin

El truco preferido de Satán (1983b, p. 89)



En un pequeño libro de no tan reciente aparición, Georges Didi-Huberman (2018), tomando como ejemplo un bello poema de Niki GiannariUnos espectros recorren Europa—, dice: «Los refugiados tienen un deseo muy simple: quieren pasar. Pero la frontera —y el campo lindero— los inmoviliza en una posición insoportable, como si estuviera maldita por algún destino “eternamente provisorio”» (p. 36).

Antes de dar cuenta de la pertinencia, en el presente escrito, de esta última cita, me gustaría recordar que Didi-Huberman, entre otros, es, y ha sido durante mucho tiempo, un estudioso de la imagen, a la que suele invocar en relación con lo político. En Lo que vemos, lo que nos mira, por ejemplo, nos habla de la imagen como una suerte de «objeto actuado» (Didi-Huberman, 1997, p. 49) —actor y actuante— que, en su mismo acto, despedaza todo aquello que reconocemos como lo visible, una «dilaceración agresiva» (Didi-Huberman, 1997, p. 53), es decir: apertura, deformación, trance. Años más tarde, en Supervivencia de las luciérnagas, tomando como punto de partida uno, entre otros tantos temas que suscitaron algunas de las más interesantes discusiones epistolares entre Theodor Adorno y Walter Benjamin,[i] añadirá lo siguiente: «La intermitencia de la imagen-discontinua nos remite a las luciérnagas, desde luego: luz pulsante, pasajera, frágil» (Didi-Huberman, 2012, p. 34).

Toda imagen, en efecto, es frágil, pasajera: no existe garantía alguna en lo que creemos que vemos en o a través de ella. Para quienes contamos con el don de la visión, por ejemplo, basta con cerrar los ojos para que aquello que mirábamos se desvanezca. Los párpados funcionan como esa cortina que no permite la entrada sino a alguno que otro haz de luz, entrada, en principio, en una oscura escena. Al abrirlos, ese mundo desaparecido unos segundos antes, como en un profundo abismo, pareciera ser el mismo y, sin embargo, es otro, discontinuo. Ahora bien, en la clausura temporal de aquellos párpados-cortina, se abre otra posibilidad, también, a su manera, «visual», aunque esta cualidad no sea reconocida sino de manera retroactiva. El sueño, sin dar más rodeos en esto, suele ser descrito como el equivalente de lo que ocurre con una película, una indeterminada, mas no infinita sucesión de escenas que, en palabras de Deleuze (1984), «reproduce el movimiento en función [de un] momento cualquiera, es decir, en función de instantes equidistantes elegidos de tal manera que den [la] impresión de continuidad» (p. 18).

Hablando de sueños, justo hace algunos días soñaba con el esperado encuentro con M., una vieja y muy querida compañera. Y bien, dos escenas me parecieron especialmente interesantes. En la primera, M. y yo quedábamos en encontrarnos en un sitio en el que se realizaría una Feria del Libro, un sitio estilo colonial, muy lindo. Antes de entrar, ambos nos encontrábamos en dos filas (pasajes) diferentes, pero avanzábamos al mismo tiempo: ni ella ni yo nos adelantábamos o nos retrasábamos en ningún momento. Íbamos platicando y planeando lo que haríamos por la noche. Portábamos, cabe decirlo, unas mochilas inmensas. Me parece, justamente, que viajábamos de mochileros, y que ese sólo era un punto intermedio (umbral) entre el lugar del que partimos y el lugar al que nos dirigíamos.

Cuando por fin se terminaba la fila, un sacerdote nos recibía y nos entregaba un anillo de plata mexicana .925 partido en dos, como una especie de entrada al lugar al que nos dirigíamos. Recibíamos nuestro fragmento de anillo cada uno y luego continuábamos, pero en ese momento se desataba una especie de batalla entre los asistentes a la Feria y los sacerdotes que daban la entrada. M. y yo nos uníamos, pero luego nos perdíamos entre tanto lío. De cualquier manera, habíamos acordado vernos por la noche, pues habría una fiesta para los concurrentes a la Feria. Le escribía un mensaje de texto para recordárselo, pero no respondía. Sin embargo, yo mantenía la esperanza de que llegaría.

La fiesta se hizo en un departamento ubicado en un tercer o cuarto piso. Me encontraba con gente a la que no veía hacía mucho tiempo, pero M. aún no llegaba. Entonces, salía al balcón para asomarme y ver si se acercaba. Había llegado, pero se encontraba en un balcón en el edificio de en frente. El precipicio entre edificio y edificio nos separaba. Lo único que queríamos era pasar, pero al final nos dábamos cuenta de que no podíamos hacer nada más que sentarnos y esperar.

En la segunda escena, M. y yo quedábamos en encontrarnos en una especie de monasterio-escuela, una construcción muy vieja, semejante a una de las Universidades en las que impartí clases antes de que éstas fueran suspendidas por la pandemia. En este monasterio-escuela había un jardín central con una fuente rodeada de gardenias, sitio en el que nos encontraríamos luego de entregar, cada uno por su lado, unos papeles que llevábamos en aquellas mochilas inmensas de la primera escena. No obstante, lo que había en estas mochilas no eran simples papeles, sino cartas de navegación, brújulas, astrolabios, y un largo número de etcéteras. Habiéndonos desprendido del peso que suponían estas interesantes pertenencias, cada uno —todavía en escenarios separados— se dirigía hacia la fuente de las gardenias, pero nadie en ese sitio sabía cómo llegar a ella, situación que, además, se complicaba, dado que ya no teníamos nuestras brújulas.

En las instalaciones de este extraño sitio, había una especie de tren que circulaba al interior del mismo. Lo tomaba y caminaba por sus infinitos pasillos mientras llegaba a… ¿destino? Dentro del mismo sueño, pensaba en algo que Andreas Ilg, un querido profesor y amigo, escribió en el «Prólogo» a Lo interior afuera…, de Bernhard Hetzenauer (2016). Cito:

 

De adolescente, cuando viajaba en tren y miraba por la ventana, me venía seguido el pensamiento de que mi mirada era atrapada por los objetos que a cierta distancia o cierta cercanía pasaban afuera.

De este modo me explicaba el movimiento ocular rápido y discontinuo y la sensación de que sólo «perdida» la mirada se mantenía «flotante». Es cierto que podía fijar mi atención y focalizar un objeto, recobrando entonces la ilusión de que yo era el sujeto de mi mirada, pero el golpeteo ocular in staccato me daba la impresión de estar desposeído de mi mirada —o poseído por una mirada que ya no era la mía.

Al mismo tiempo se desdibujaba la sensación de un adentro del vagón claramente diferenciado de un afuera. Y se confundían incluso lo próximo y lo lejano. Yo estaba ahí, en esta mirada que ya no estaba ni aquí ni allá, ni próxima ni distante, ni con los objetos ni conmigo, sino en un espacio «entre» que se expandía infinitamente. Entonces, se apoderó de mí una urgencia de moverme, moverme con todo el cuerpo, como un estremecimiento que apremiaba con un cambio de lugar inaplazable (p. 9).

 

Luego de algunos rodeos laberínticos, M. y yo, en respuesta a un estremecimiento parecido al anteriormente descrito, conseguíamos encontrarnos en los extremos de un puente-pasillo que atravesaba por encima aquel jardín en el que estaba instalada la fuente. Esta vez, no era el vacío el que nos separaba; ya era posible atravesar y, sin embargo, ahí, antes de cruzar, en esa «casa sin ventanas», el sueño terminaba.

Para Didi-Huberman (2018), pasar no involucra un simple movimiento, o bien, deseo. Pasar es un acto de vida o muerte y, para los refugiados, es necesario hacerlo, cueste lo que cueste. Para ejemplo, trae a cuento valga la insistencia en el recurso a esta polisémica palabra un pasaje en el que Hannah Arendt (1975) nos recuerda lo ocurrido un trágico 26 de septiembre de 1940:

 

El pequeño grupo de refugiados al cual [Walter Benjamin] se había unido llegó a la ciudad fronteriza con España para enterarse de que España había cerrado la frontera ese mismo día y que los oficiales de frontera no reconocían las visas otorgadas en Marsella. Los refugiados debían regresar a Francia por el mismo camino al día siguiente. Durante la noche, Benjamin se quitó la vida, y como este suicidio causó gran impresión en los guardias fronterizos, permitieron a los demás refugiados cruzar a Portugal (p. 157).

 

En compañía, aún, de la filósofa judía, Didi-Huberman destaca que la ley —así, en minúsculas—, en ciertos países, pareciera, en el caso de los refugiados, funcionar como un llamado a la transgresión. Es decir, al no aceptar que aquellos atraviesen sus fronteras, se los orilla a idear, así sea en contra de la ley misma, cómo poder hacerlo, de la manera que sea. Esto supone, además, otra paradoja: al violar la ley de tal o cual país, aquellos que, en otro momento fueran considerados parias, extranjeros, pasan a convertirse en sujetos de Derecho, «casi-ciudadanos». A este respecto, en Los orígenes del totalitarismo, Arendt (1951) señala que, como delincuente, incluso un apátrida —figura que equipara con la de los refugiados—«no será peor tratado que otro delincuente […] Sólo como violador de la ley puede obtener la protección de ésta» (p. 239). Walter Benjamin, no obstante, no consigue pasar o, en todo caso, da un paso (al) más allá, un paso que, paradójicamente, posibilitó a sus compañeros conseguir hacer eso que él no pudo lograr.

Hace un par de años, asistí al estreno de un documental llamado La vida me supera, dirigido por John Haptas y Kristine Samuelson (2019). Este documental narra la historia de un pequeño grupo de niños y adolescentes refugiados con sus padres en Suecia luego de haber escapado de los horrores de la guerra. Lo llamativo, y tremendamente triste en las historias de estos chicos, es que entran en una especie de sopor —en el documental lo llaman síndrome de resignación— luego de que su condición legal como refugiados es puesta en cuestión. Estos niños, junto a sus padres, lograron pasar, pero corren el riesgo de ser devueltos, no sólo a sus países, sino a su condición de abyectos —valga quizás también usar, en el sentido derridiano del término, la palabra espectros (Derrida, 1995).

Manuel Hernández (2016), a propósito de dos experiencias personales de escucha con refugiados provenientes de África, sugiere que una posible forma de acompañar en el atravesamiento —en el específico caso de algunos migrantes exiliados— de esta condición de abyectos es despojarse de la brújula del Edipo, aquella frontera diseñada por Freud para delimitar —tanto la clínica como al sujeto mismo—, no obstante, también aquella que ha servido a algunos para regular, para cernir. Afortunadamente, los exiliados y sus huestes no dejan de insistir y, cueste lo que cueste, buscan atravesar, seguir. ¿Cuántos analistas en nuestra época están verdaderamente a la altura —como lo estuvieron Freud y algunos de sus allegados— de esta frágil y, hasta cierto punto, desorientada forma de vivir?

Toda imagen la del analista, la de la guerra, la de la más cruda de las violencias presenta un agujero que es posible siempre abocardar, y esta es una lección que los migrantes y los exiliados nos dan. Así como ellos pasan, apropiándose de un lugar como sujetos-casi-ciudadanos —no importando el riesgo que corren de ser tomados como criminales, como parias, me pregunto qué condiciones son las mínimas necesarias para que el silencio y la palabra analíticas continúen funcionando como puente y posibilidad en el intento de re-apropiación de la ciudadanía de eso cuyo recurso, particularmente en este tiempo pandémico, nos fue arrebatado. ¿Qué de nuestra originaria condición de arrojados al mundo, de exiliados, puede ser asimilado y puesto a trabajar en aquella puesta en marcha de lo inconsciente que llevamos —o pretendemos llevar— todos los días a cabo?

La palabra, dice Guattari (1996), «sigue siendo, indudablemente, un medio esencial, pero no es el único» (p. 155). La palabra, pues, tiene importantes efectos, ¡por supuesto!, pero la clínica no se cansa de mostrarnos que son muchos más los agujeros, y a veces olvidamos que no todo agujero —en el sentido lacaniano del término— hace función de resonancia: también los hay aquellos que funcionan como féretro. No obstante, y pese al riesgo que supone atravesar los muros y los agujeros, los exiliados pasan: «Su desdicha los ha vuelto obstinados» (Didi-Huberman, 2018, p. 62).


Referencias

-Arendt, H. (1951). Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Taurus, 1998.

- ___________ (1975). Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa, 1990.

-Benjamin, W. (1983a). Libro de los pasajes. Madrid: Akal, 2005.

- ______________ (1983b). El truco preferido de Satán. Madrid: Salto de Página, 2012.

-Deleuze, G. (1984). La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Barcelona: Paidós.

-Derrida, J. (1995). Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. Madrid: Trotta.

-Didi-Huberman, G. (1997). Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial.

- _____________________ (2012). Supervivencia de las luciérnagas. Madrid: ABADA.

- _____________________ (& Giannari, N. (2018). Pasar, cueste lo que cueste. Buenos Aires: Shangrilá.

-Guattari, F. (1996). Caosmosis. Buenos Aires: Manantial.

-Haptas, J. & Samuelson, K. (2019). La vida me supera. Suecia-Estados Unidos: Netflix.

-Hernández, M. (2016). Lacan en México. México en Lacan. Miller y el mundo. México: Navarra.

-Hetzenauer, B. (2016). Lo interior afuera: Béla Tarr, Jacques Lacan y la mirada. México: UNAM-Cineteca Nacional.



[i] En el Libro de los pasajes, Rolf Tiedemann reproduce una de las cartas dirigidas por Adorno a su gran amigo Walter Benjamin, fechada el 2 de agosto de 1935, en la que, a propósito de la imagen dialéctica, señala lo siguiente: «El carácter fetichista de la mercancía no es un hecho de conciencia, sino que es eminentemente dialéctico en tanto que produce conciencia. Pero esto quiere decir que la conciencia o el inconsciente no pueden reproducirlo simplemente como sueño, sino que responden a él con deseo y miedo por igual. A consecuencia del realismo-reproducción, sit venia verbo, propio de la actual concepción inmanente de la imagen dialéctica, se pierde precisamente ese poder dialéctico del carácter fetichista […] si la imagen dialéctica no es más que el modo de captar el carácter fetichista en la conciencia colectiva, entonces la concepción sansimoniana del mundo de la mercancía podría desde luego desvelarse como utopía, pero no su otra cara, es decir, la imagen dialéctica del siglo diecinueve como infierno […] la imagen dialéctica es para el siglo diecinueve, en cuanto alienación, la propia inmanencia de la conciencia como “interior”» (Benjamin, 1984a, p. 928).

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